- Los tratamientos con apoyo empírico en infancia y adolescencia se basan en evidencias de alta calidad metodológica.
- La terapia cognitivo-conductual concentra la mayor parte de la evidencia en psicología pediátrica.
- La psicología clínica basada en la evidencia integra datos científicos, juicio profesional y preferencias del paciente.
- Las revisiones sistemáticas y meta-análisis son herramientas clave para elegir intervenciones eficaces.
En los últimos años se ha acumulado una enorme cantidad de investigaciones sobre tratamientos psicológicos en niños y adolescentes, hasta el punto de que muchos profesionales sienten que es complicado estar al día. No basta con saber que “la psicoterapia funciona”, ahora se exige distinguir qué intervenciones concretas cuentan con pruebas sólidas, cuáles tienen un respaldo moderado y en qué áreas la evidencia sigue siendo limitada o desigual.
Dentro de este contexto ha cobrado especial relevancia el concepto de tratamientos con apoyo empírico en psicología pediátrica, es decir, aquellos procedimientos de intervención psicológica que han demostrado su eficacia, efectividad y eficiencia mediante estudios bien diseñados. Este enfoque no solo orienta la práctica clínica cotidiana, sino que también influye en las guías de práctica clínica, en las políticas sanitarias y en la formación de los futuros psicólogos.
Qué son los tratamientos psicológicos con apoyo empírico
Cuando hablamos de tratamientos psicológicos con apoyo empírico nos referimos a intervenciones cuya eficacia ha sido confirmada mediante estudios científicos controlados, generalmente ensayos clínicos aleatorizados, comparaciones con grupos control o meta-análisis que integran múltiples investigaciones. La idea central es que el tratamiento haya demostrado ser mejor que no hacer nada, mejor que un placebo psicológico o, al menos, comparable a otros tratamientos ya contrastados.
El impulso a esta forma de clasificar los tratamientos arrancó con fuerza en los años noventa, cuando la American Psychological Association (APA), y en concreto su División 12 (Psicología Clínica), creó un grupo de trabajo para identificar y difundir procedimientos psicoterapéuticos con eficacia demostrada. Este grupo elaboró una lista de terapias que cumplían criterios estrictos de evidencia, distinguiendo entre tratamientos “bien establecidos” y tratamientos “probablemente eficaces”.
Más tarde, se abandonó el término “tratamientos empíricamente validados” y se consolidó el de “tratamientos con apoyo empírico” (empirically supported treatments), subrayando que la clave no es una validación absoluta, sino el grado de respaldo que ofrecen los datos disponibles hasta el momento. Esta lista incluía orientaciones diversas (conductual, cognitiva, interpersonal, familiar), aunque predominaban claramente las intervenciones de corte cognitivo-conductual.
Es importante resaltar que la ausencia de un protocolo en estos listados no implica que el tratamiento sea ineficaz, sino que, hasta la fecha, no ha acumulado pruebas suficientes o estudios con la calidad metodológica necesaria. El elemento determinante siempre es el rigor de la evidencia, sobre todo el tipo de diseño de investigación que respalda los efectos observados.
Eficacia, efectividad y eficiencia del tratamiento psicológico
Uno de los debates clásicos en psicoterapia gira en torno a la distinción entre eficacia y efectividad. La eficacia se evalúa en condiciones de máximo control experimental: pacientes cuidadosamente seleccionados, criterios diagnósticos claros, terapeutas entrenados de manera específica, protocolos de intervención manualizados y, por lo general, comparaciones con grupos control o condiciones placebo.
En estos estudios de eficacia, la prioridad es maximizar la validez interna, es decir, asegurarse de que los cambios observados se deben al tratamiento y no a otros factores. Cuando, en diversos ensayos, los pacientes que reciben la terapia sistemáticamente obtienen mejores resultados que los grupos de comparación, podemos considerar que ese procedimiento tiene apoyo empírico y puede incluirse en las guías de tratamientos recomendados.
Sin embargo, que una intervención sea eficaz en laboratorio no garantiza automáticamente su utilidad en la práctica real. Aquí entra en juego el concepto de efectividad: el grado en que un tratamiento demuestra beneficios en contextos clínicos cotidianos, con pacientes más heterogéneos, terapeutas de diferente nivel de experiencia y menos control sobre las variables del entorno.
Un peldaño más allá encontramos la eficiencia, que integra tanto los resultados clínicos como los costes asociados (tiempo de tratamiento, recursos humanos y materiales, accesibilidad, etc.). Desde una perspectiva de sistema sanitario, un tratamiento preferible será aquel que combina buena eficacia, alta efectividad en contextos reales y un uso razonable de recursos.
Los meta-análisis clásicos de psicoterapia mostraron que, en términos generales, recibir tratamiento psicológico sitúa al paciente en torno al percentil 75 respecto a los sujetos que no reciben intervención, lo que indica un beneficio claro frente a la ausencia de tratamiento. Otros trabajos hallaron tamaños del efecto medios cercanos a 0,40 en estudios de alta calidad metodológica, dato que refuerza la idea de que la psicoterapia, considerada globalmente, es una herramienta potente.
Crítica, metodología y evolución del concepto de apoyo empírico
Desde los primeros listados de tratamientos con apoyo empírico se han suscitado numerosas críticas y matizaciones. Algunos investigadores alertaron del riesgo de caer en una especie de “manualización rígida” de la práctica, donde solo se valoraran las terapias ajustadas a protocolos muy concretos, dejando de lado factores tan importantes como la relación terapéutica, la experiencia del clínico o las diferencias individuales de los pacientes.
Paralelamente, se ha producido un intenso debate metodológico en torno al uso de las pruebas de significación estadística (p-valor) como criterio casi exclusivo para juzgar la eficacia de los tratamientos. La APA llegó a crear un grupo de trabajo específico sobre inferencia estadística, que recomendó complementar el p-valor con la estimación del tamaño del efecto, sus intervalos de confianza y la presentación de resultados mediante gráficos comprensibles.
Estas recomendaciones han permitido interpretar mejor la magnitud real de los cambios producidos por un tratamiento y compararlos entre estudios distintos, además de servir como base para el desarrollo de meta-análisis más finos. De este modo, la evaluación de la eficacia ha ido incorporando no solo el “si hay efecto”, sino “cuánto de grande es ese efecto” y “cuán preciso es el cálculo”.
Otro frente de discusión importante ha sido el del llamado “veredicto del pájaro Dodo”, expresión acuñada a raíz de trabajos que sugerían que, en conjunto, todas las psicoterapias producían resultados similares (“todos han ganado y todos tienen premio”). Esto impulsó investigaciones destinadas a separar qué parte del éxito se debe a componentes específicos de cada enfoque y qué parte a factores comunes presentes en casi cualquier terapia.
De hecho, divisiones como la 29 de la APA pusieron en marcha grupos centrados en las relaciones terapéuticas con apoyo empírico, identificando factores como la alianza terapéutica, la empatía, la cohesión en terapia de grupo o el consenso en objetivos como elementos que contribuyen de manera consistente al resultado, con independencia del modelo teórico concreto utilizado.
Psicología clínica basada en la evidencia
Todo este movimiento ha cristalizado en el marco más amplio de la Psicología Clínica Basada en la Evidencia (PCBE). Este enfoque propone que el psicólogo no se guíe únicamente por su intuición o experiencia personal, sino que integre tres grandes pilares: los mejores datos científicos disponibles, el juicio clínico experto y las preferencias, valores y contexto vital del paciente concreto.
Desde la PCBE, el objetivo no es convertir la práctica clínica en una sucesión de recetas rígidas, sino favorecer una toma de decisiones informada y flexible. El psicólogo debe saber localizar la evidencia relevante, valorar su calidad metodológica, interpretar sus resultados y adaptarlos a la situación de la persona que tiene delante, sin perder de vista la importancia de la relación terapéutica y la ética profesional.
En este sentido, han cobrado especial protagonismo las revisiones sistemáticas y los meta-análisis, que permiten sintetizar los hallazgos de múltiples estudios primarios. Organizaciones como la Colaboración Cochrane (en el ámbito de la salud) o la Colaboración Campbell (centrada en ciencias sociales, educativas y del comportamiento) se dedican precisamente a producir y actualizar estos análisis, proporcionando al clínico una fuente de información ya filtrada y evaluada.
En el campo de la psicología, también han aparecido revistas y monográficos específicos dedicados a la valoración crítica de tratamientos, donde se comentan estudios clave, se actualizan listados de intervenciones eficaces y se discuten implicaciones prácticas. Este tipo de publicaciones ayuda a que la evidencia no se quede solo en el ámbito académico, sino que llegue de forma digerible a la consulta del día a día.
Una consecuencia lógica de la Psicología Clínica Basada en la Evidencia es la exigencia de una formación continua sólida. El Código Deontológico y los códigos éticos internacionales insisten en que el profesional debe mantener actualizados sus conocimientos, ser capaz de leer de manera crítica los artículos científicos y revisar periódicamente sus prácticas a la luz de nuevos datos.
Tratamientos con apoyo empírico en psicología pediátrica
En el ámbito de la infancia y la adolescencia, el interés por los tratamientos con apoyo empírico ha crecido de forma exponencial. La evidencia acumulada en los últimos años sobre eficacia, efectividad y eficiencia de las intervenciones infantiles y juveniles ha hecho necesaria una actualización periódica, especialmente de cara a la elaboración de guías de práctica clínica para los sistemas de salud.
Las revisiones recientes que utilizan los criterios del Sistema Nacional de Salud español, basados en niveles de evidencia y grados de recomendación, muestran que existen tratamientos específicos para niños, niñas y adolescentes con apoyo empírico en una amplia variedad de problemas. Entre ellos se incluyen trastornos de ansiedad, depresión infantil, trastornos del comportamiento, problemas de ajuste socioemocional, dificultades de control de impulsos y otros trastornos externalizantes e internalizantes.
El grado de respaldo empírico, no obstante, es muy variable según el problema. En algunos campos la evidencia es amplia y robusta, con múltiples ensayos clínicos y meta-análisis, mientras que en otros las investigaciones son más escasas, los tamaños muestrales más reducidos o los diseños menos rigurosos. Esta heterogeneidad implica que el clínico debe ser especialmente cuidadoso al extrapolar conclusiones de un trastorno a otro.
La revisión de la literatura también pone de manifiesto un desarrollo desigual entre áreas de intervención. Por ejemplo, los trastornos de ansiedad y los problemas de conducta han sido objeto de mucha más investigación que otros problemas menos frecuentes o más complejos. Aun así, el balance general es optimista: hoy en día se dispone de un repertorio considerable de intervenciones con apoyo empírico adaptadas específicamente a la población infanto-juvenil.
Gracias a estos trabajos, los profesionales pueden tomar decisiones más informadas a la hora de seleccionar una intervención para un niño o adolescente concreto, priorizando aquellas que han demostrado de forma consistente su eficacia y considerando, cuando hay varias opciones con evidencia similar, aspectos como la duración, el formato (individual, grupal, familiar) y la accesibilidad del tratamiento.
Tipos de intervenciones con respaldo empírico en población infanto-juvenil
Aunque cada trastorno o problema tiene sus matices, la evidencia acumulada señala a la terapia cognitivo-conductual (TCC) como el enfoque con mayor apoyo empírico en psicología pediátrica. La TCC se adapta muy bien a la forma de pensar de niños y adolescentes, permite un trabajo estructurado y es relativamente fácil de manualizar, lo que facilita los estudios controlados.
En trastornos de ansiedad infantil (fobias, ansiedad generalizada, trastorno de pánico, ansiedad social, etc.), los protocolos cognitivo-conductuales que combinan exposición graduada, reestructuración cognitiva y entrenamiento en habilidades de afrontamiento han mostrado tamaños del efecto significativos y estables. En muchas guías de práctica clínica figuran como primera elección, tanto en formato individual como grupal.
Para trastornos del comportamiento, como el trastorno negativista desafiante o el trastorno disocial, destacan los programas de entrenamiento para padres basados en principios conductuales, así como las intervenciones familiares y multimodales. Estos programas se centran en reforzar conductas adecuadas, establecer normas claras, aplicar consecuencias consistentes y mejorar la comunicación dentro del hogar.
En depresión infantil y adolescente, los modelos cognitivo-conductuales que trabajan pensamientos automáticos negativos, habilidades sociales, resolución de problemas y activación conductual han proporcionado resultados alentadores, si bien la evidencia, en algunos grupos de edad, es más heterogénea y se sigue investigando sobre los factores que modulan la respuesta al tratamiento.
En otras áreas, como ciertos problemas de regulación emocional, dificultades de adaptación escolar o algunas formas de trastornos somatomorfos en infancia, se han explorado intervenciones interpersonales, psicoeducativas y de orientación familiar, a menudo combinadas con componentes cognitivo-conductuales. El grado de evidencia es más variable, pero se observa una tendencia clara hacia la integración de técnicas con respaldo empírico dentro de modelos más amplios.
Factores comunes y relación terapéutica en población infantil
Aunque el foco se suele poner en las técnicas específicas, la relación terapéutica en sí misma tiene un peso decisivo en los resultados, también en niños y adolescentes. Conceptos como la alianza terapéutica (acuerdo en objetivos, tareas y vínculo afectivo), la empatía del terapeuta, la cohesión en terapias grupales o la sensación de colaboración son factores que han demostrado su relevancia empírica.
Las revisiones sobre relaciones terapéuticas con apoyo empírico sugieren que estos factores comunes explican una parte sustancial de la mejoría del paciente, independientemente del modelo utilizado. En población pediátrica, esto se complica por la necesidad de incluir a padres, madres, tutores y, a veces, a la escuela u otros agentes del entorno, lo que multiplica los vínculos que hay que manejar.
Al mismo tiempo, no se dispone todavía de evidencia suficiente para afirmar que la relación terapéutica opere exactamente igual en todas las formas de psicoterapia o con todos los tipos de pacientes. La edad, el nivel de desarrollo, el estilo comunicativo de la familia, la cultura o la presencia de problemas comórbidos pueden influir tanto en cómo se construye la alianza como en el impacto que esta tiene en los resultados.
El reto metodológico pasa por medir de manera fiable y válida estas variables relacionales en contextos reales, algo que no siempre es sencillo. No obstante, hay bastante consenso en que la calidad del vínculo entre terapeuta y paciente es una condición necesaria para que las técnicas específicas desplieguen todo su potencial.
Por ello, los modelos integradores, como la Selección Sistemática del Tratamiento (Systematic Treatment Selection), intentan combinar componentes específicos de cada terapia con la atención explícita a variables del paciente, del terapeuta y de la relación, buscando una prescripción más ajustada y personalizada.
Rol de las guías clínicas y organismos profesionales
En muchos países, las guías de práctica clínica elaboradas por sistemas nacionales de salud u organizaciones profesionales sirven como referencia a la hora de recomendar intervenciones con apoyo empírico. Estas guías suelen clasificar los tratamientos según niveles de evidencia (por ejemplo, desde ensayos clínicos aleatorizados hasta estudios observacionales) y grados de recomendación (fuerte, moderada, débil, etc.).
En España, sociedades científicas y entidades profesionales han publicado documentos en los que se enumeran los tratamientos con evidencia para diferentes trastornos en adultos, niños y adolescentes, subrayando repetidamente la buena posición de la terapia cognitivo-conductual. Además, se insiste en que, ante igualdad de condiciones, es razonable preferir intervenciones más breves y eficientes.
También se han desarrollado códigos éticos y deontológicos que remarcan la obligación del psicólogo de basar su práctica en el conocimiento científico disponible, evitando ofrecer terapias cuya eficacia no esté mínimamente contrastada cuando existen alternativas mejores. Este compromiso con la evidencia no se opone a la creatividad clínica, pero sí marca un límite claro respecto a pseudoterapias o métodos sin fundamento.
A nivel internacional, tanto la American Psychological Association como otras asociaciones (psiquiátricas o de psicología de la salud) han elaborado recomendaciones y listados de intervenciones basadas en la evidencia para diferentes trastornos, incluyendo esquizofrenia, trastornos alimentarios, depresión, entre otros. Estas guías sirven de marco de referencia que luego debe adaptarse a cada sistema sanitario.
La existencia de monográficos especializados, listas de distribución académicas centradas en psicología basada en pruebas y páginas web divulgativas dedicadas a la Psicología Basada en la Evidencia facilita el acceso de los clínicos a información relevante, reduciendo la brecha entre investigación y práctica.
Implicaciones para la formación y la práctica profesional
Todo este panorama tiene consecuencias directas sobre cómo se forman los futuros psicólogos clínicos y cómo actualizan su práctica los profesionales en ejercicio. En la formación universitaria, resulta imprescindible incluir asignaturas que profundicen en diseño de investigación, estadística aplicada, lectura crítica de artículos científicos y conocimiento actualizado de la eficacia de las distintas terapias.
Igualmente importante es enseñar a los estudiantes a desarrollar habilidades relacionales y competencias terapéuticas básicas, de modo que no solo dominen técnicas manualizadas, sino que también sepan establecer alianzas sólidas, manejar resistencias, adaptarse al nivel evolutivo del niño o adolescente y trabajar en coordinación con familias y otros profesionales.
Una vez en la práctica, los psicólogos deben asumir la responsabilidad de la formación continua, consultando revisiones sistemáticas, meta-análisis y guías clínicas para mantener actualizados sus criterios de selección de tratamientos. La proliferación de información hace inviable leerlo todo, por lo que disponer de resúmenes críticos y recursos secundarios de calidad se vuelve fundamental.
Desde un punto de vista ético y profesional, ofrecer un tratamiento psicológico implica, en cierto modo, una promesa implícita de que la intervención tiene probabilidades razonables de ayudar. Igual que no se consideraría aceptable administrar un fármaco cuya eficacia no se haya probado, tampoco lo es someter a un niño o adolescente a una terapia sin respaldo cuando existen opciones avaladas por la evidencia.
A todo ello se suma la necesidad de que la psicología esté bien integrada en los sistemas sanitarios y educativos, con un reconocimiento claro del valor de los tratamientos psicológicos basados en la evidencia. La especificación rigurosa de la naturaleza, alcances y límites de estas intervenciones es clave para consolidar el lugar de la psicología en las políticas de salud y en la sociedad en general.
La investigación sobre tratamientos con apoyo empírico en psicología pediátrica ha pasado de simples comparaciones generales entre “terapia sí” y “terapia no” a un modelo mucho más sofisticado que distingue niveles de evidencia, incorpora el análisis del tamaño del efecto, reconoce el papel central de la relación terapéutica y reivindica la Psicología Clínica Basada en la Evidencia como marco de referencia. Gracias a este recorrido, hoy disponemos de intervenciones sólidamente apoyadas para muchos problemas psicológicos de la infancia y la adolescencia, y contamos con herramientas para ir refinando, revisando y mejorando, paso a paso, la calidad de la atención que se ofrece a niños, niñas y jóvenes y a sus familias.

