Conciencia animal en la filosofía: historia, ciencia y ética

Última actualización: 6 noviembre 2025
  • La conciencia animal se entiende hoy como perfiles multidimensionales de experiencia, no como una escala única.
  • Existen evidencias sólidas en mamíferos y aves y una posibilidad realista en vertebrados e invertebrados.
  • Las Declaraciones de Cambridge y Nueva York piden integrar la evidencia en legislación y prácticas.

reflexión sobre conciencia animal

En los últimos años, el tema de la conciencia animal ha pasado de ser una cuestión marginal a ocupar la primera línea del debate público, científico y filosófico. No es un asunto nuevo: llevamos siglos dándole vueltas a si otros seres vivos, además de nosotros, experimentan el mundo, sienten dolor, placer o emociones, y si esa vivencia les confiere un peso moral propio.

Hoy hay más datos, más metodologías y, especialmente, menos prejuicios antropocéntricos que en el pasado. Aun así, sigue habiendo discrepancias sobre definiciones, alcances y pruebas. Desde la psicobiología y la neurociencia hasta la ética normativa y la filosofía de la mente, múltiples disciplinas están remando en la misma dirección: entender con rigor qué significa estar consciente para un murciélago, un pulpo o una abeja, y qué implica eso para cómo los tratamos.

¿De qué hablamos cuando hablamos de conciencia?

Las definiciones abundan, y no todas dicen lo mismo. Para Ignacio Morgado, catedrático de Psicobiología, la conciencia es el resultado inteligible del procesamiento cerebral: una especie de “pantalla mental” que selecciona lo relevante para guiar la conducta. En cambio, el investigador Sergio Escamilla enfatiza la capacidad de vivir experiencias: si algo te sucede por dentro (percibes, sientes, te afecta), entonces hay conciencia en juego.

Otras formulaciones proceden de la clínica y la psiquiatría. Autores como Bleuler, Jaspers, Alfonso Fernández o Kaplan y Sadock han descrito la conciencia como la totalidad de la vida psíquica inmediata, o como el darse cuenta de uno mismo y del entorno en un momento dado. Ese abanico de definiciones refleja que el fenómeno es multicapas y que no se reduce a una propiedad simple, como hablar o razonar.

Para evitar confusiones, una caracterización de trabajo muy útil la entiende como la capacidad de reconocerse a sí y a los efectos de los propios actos, junto con el registro del entorno. No hace falta ser un filósofo para captar la idea: si un organismo puede “sentir algo como algo” y usarlo para orientar su conducta, hay conciencia, al menos en un sentido básico.

También conviene recordar un aviso clásico: no hay que confundir inteligencia y conciencia. Un sistema puede resolver problemas complejos sin que sepamos si tiene vida subjetiva; y, a la inversa, puede haber experiencias simples (dolor, hambre, calma) sin grandes habilidades cognitivas. Esta distinción es clave para no caer en atajos.

Una larga historia: de los griegos a la ética contemporánea

El recorrido filosófico es tan vibrante como controvertido. Pitágoras se inclinó por la abstención de carne por creer en la transmigración de las almas, y Plutarco desafió la supuesta “naturalidad” de comer animales. Platón imaginó épocas ideales con dietas sin carne, aunque su jerarquía racional mantuvo a los humanos por encima del resto de criaturas, y Aristóteles ubicó a los animales en escalas naturales inferiores.

Con la modernidad, René Descartes describió a los animales como autómatas carentes de mente, lo que justificó prácticas como la vivisección. Kant reconoció su sensibilidad, pero sostuvo que nuestras obligaciones morales directas nacen entre agentes racionales; por eso, el deber de no maltratar animales sería, en su marco, un deber indirecto hacia nosotros mismos, por cómo el abuso embota la moralidad.

El giro llegó con Jeremy Bentham, que puso el foco en una pregunta tan simple como poderosa: ¿pueden sufrir? Si la respuesta es sí, existen razones morales de peso. En el siglo XX, Richard Ryder acuñó el término “especismo” para señalar el sesgo de privilegiar a la propia especie sin justificación, noción que Peter Singer popularizó con su defensa utilitarista de la igual consideración de intereses. Tom Regan, por su parte, defendió que muchos animales son “sujetos de una vida” y, como tales, portadores de derechos básicos.

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En paralelo, dos corrientes han marcado el debate práctico: el principio de tratamiento humanitario (bienestarismo), que busca minimizar el sufrimiento “innecesario” y pondera intereses; y el abolicionismo (Gary Francione), que reclama abandonar por completo el uso instrumental de los animales y el estatus de propiedad. A estas visiones se suman propuestas contemporáneas como el enfoque de capacidades de Martha Nussbaum (proteger capacidades como juego, emoción o afiliación hasta un umbral digno), la crítica a la dominación de Corinne Pelluchon y el trabajo de Oscar Horta sobre el sufrimiento en la vida salvaje y la necesidad de intervenir cuando sea razonable.

Ciencia de la conciencia: lo que la neurobiología y la psicología aportan

Desde la neurociencia se han acumulado datos en mamíferos no humanos, aves e incluso invertebrados, que encajan con la hipótesis de que sienten y perciben de forma consciente. En primates se ha caracterizado con mucho detalle la llamada conciencia visual; y en especies más alejadas filogenéticamente (reptiles, cangrejos, pulpos) la evidencia es creciente, aunque todavía abierta en varios frentes.

La psicobiología aporta un marco funcional claro: el cerebro selecciona información relevante y la integra para controlar la conducta. Esta “pantalla” de Morgado no requiere lenguaje, y la conciencia fenoménica —el sentir en bruto—, que ha sido central en filosofía (Thomas Nagel y su célebre murciélago), no exige introspección sofisticada: basta con tener experiencias para que haya algo que sea “como” ser ese organismo.

Frente al solipsismo (la idea de que solo puedo estar seguro de mi propia mente), la evolución, la neurobiología y el trabajo de biólogos resultan contundentes: compartimos ancestros, arquitecturas cerebrales y repertorios conductuales con otros animales. Si en nosotros esas bases producen conciencia, resulta arbitrario negarla por defecto en especies con sistemas nerviosos comparables.

Con todo, un consenso útil en el campo distingue entre grados y perfiles de conciencia. Investigadores como Christof Koch y Giulio Tononi, o filósofos como Peter Godfrey-Smith, se han abierto a reconocer conciencia en reptiles, pulpos y cangrejos. No implica atribuirles preocupaciones humanas; significa admitir que, más allá del puro procesamiento de señales, hay experiencia de ver, oler, o sentir corrientes de agua.

Pruebas conductuales y neurofisiológicas: del espejo a las abejas

Los experimentos han dado resultados sorprendentes. En peces como el Labroides dimidiatus (pez limpiador), se han observado respuestas al “test de la marca” usando espejos que sugieren autorreconocimiento. ¿Es autoconciencia plena? El debate sigue, pero el dato encaja con perfiles de conciencia más ricos de lo que se esperaba hace décadas.

La mosca de la fruta (Drosophila) muestra dos tipos de sueño con funciones diferenciadas: uno vinculado a soporte cognitivo y otro más tranquilo que regula el estrés y el metabolismo. En aves se han hallado patrones similares a la fase REM. Estos hallazgos, unidos a la complejidad de sus circuitos, ampliaron el horizonte a invertebrados y aves con un respaldo empírico serio.

Los estudios con abejas han sido especialmente llamativos. Pueden contar, reconocer caras humanas y aprender el uso de herramientas sencillas. En trabajos liderados por Lars Chittka, las abejas modificaron su conducta tras experiencias negativas y se observó algo parecido al juego, como hacer rodar bolitas sin beneficio aparente, lo que sugiere disfrute. Con la evidencia disponible, algunos investigadores sostienen que es “muy probable” que las abejas tengan algún tipo de conciencia.

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En primates, la conciencia visual se explora con tareas controladas y registros neuronales precisos. Y en decápodos (cangrejos, langostas) y cefalópodos (pulpos, sepias), revisiones sistemáticas han encontrado señales consistentes de sensibilidad a dolor, placer, sed, hambre o confort, con correlatos anatómicos y fisiológicos que permiten atribuir estados afectivos con base razonable.

¿Y la autoconciencia? Elefantes, delfines o cuervos presentan resultados notables en tareas de autorreconocimiento y planificación. Aun así, muchos expertos piden cautela: que un animal no pase una prueba no implica ausencia de conciencia; a veces, el problema es metodológico, de motivación o de diseño experimental.

Teorías en liza: dimensiones, perfiles y enfoque de abajo arriba

En lugar de ordenar a las especies en una escalera de “más a menos conscientes”, una propuesta ampliamente influyente —defendida por Jonathan Birch, Alex Schnell y Nicola Clayton— sugiere pensar la conciencia como un espacio con múltiples dimensiones. No es una graduación única, sino un perfil que puede ser rico en unos ejes y modesto en otros.

Ese enfoque incluye al menos cinco dimensiones: 1) riqueza perceptiva (detalle y sofisticación sensorial), 2) riqueza evaluativa (valorar como positivo o aversivo lo vivido), 3) unidad temporal (integración coherente en un instante), 4) temporalidad extendida (continuidad de la experiencia a lo largo del tiempo) y 5) autoconciencia (ser sujeto de las propias vivencias). Cada especie dibuja su propio perfil en ese mapa.

Este marco encaja con una estrategia de investigación “de abajo arriba”: partir de formas mínimas de experiencia y reconstruir cómo pudieron evolucionar las versiones más complejas. Algunos filósofos lo explican como ingeniería inversa: descomponer el fenómeno en componentes funcionales para rastrear su historia adaptativa y sus mecanismos.

La idea de conciencia fenoménica —la vivencia subjetiva en bruto— se convierte aquí en la piedra de toque. No requiere lenguaje ni reflexión; exige, sencillamente, que haya algo que se sienta desde dentro. Ese “algo” puede adoptar muchas configuraciones según la biología y el nicho ecológico de cada especie.

Dos hitos de consenso: Cambridge 2012 y Nueva York 2024

En 2012, un grupo internacional de neurocientíficos firmó la Declaración de Cambridge sobre la Conciencia. Su mensaje principal fue claro: la ausencia de neocorteza no impide experiencias afectivas, y hay evidencias convergentes de que numerosos animales no humanos poseen los sustratos neuroanatómicos, neuroquímicos y neurofisiológicos de estados conscientes e intencionalidad conductual. El texto subrayó el papel de redes subcorticales compartidas y mencionó, entre otros puntos, la aparición temprana en la evolución de circuitos de atención, sueño y decisión, así como similitudes entre aves y mamíferos.

Doce años después, en 2024, vio la luz la Declaración de Nueva York sobre la Conciencia Animal. Firman cientos de especialistas de disciplinas como neurociencia, filosofía, biología evolutiva, psicología comparada, veterinaria o derecho. Tres ideas vertebran el documento: 1) hay respaldo sólido para atribuir experiencias conscientes a otros mamíferos y aves, 2) existe una posibilidad realista de conciencia en todos los vertebrados y en muchos invertebrados, y 3) cuando esa posibilidad realista existe, es irresponsable ignorarla al tomar decisiones que afectan a esos animales.

“Posibilidad realista” no significa duda vaga: indica que la probabilidad supera un umbral que justifica priorizar la investigación y orientar políticas públicas con prudencia. De hecho, una revisión de 2021 sobre decápodos y cefalópodos impulsó su inclusión en la legislación de bienestar animal en Reino Unido, un cambio regulatorio que reconoce el peso de la evidencia.

¿Aplicaciones concretas? Prácticas como arrojar langostas o cangrejos en agua hirviendo merecen un escrutinio inmediato. Si la evidencia indica sufrimiento probable, no basta con apelar a la tradición gastronómica: hay que corregir procedimientos, evaluar alternativas y, llegado el caso, prohibir determinadas técnicas.

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Lenguaje, inteligencia, sensibilidad: aclarando conceptos

Durante mucho tiempo se asoció conciencia con lenguaje e inteligencia humana, un binomio que viene de lejos (Descartes) y que arraigó en el conductismo clásico. Hoy ese marco se ha suavizado: medir solo lo observable no tiene por qué excluir el estudio de lo que se siente. El profesor Anil Seth denuncia la “trinidad impía” que equiparaba, sin más, lenguaje, inteligencia y conciencia; no van necesariamente de la mano.

Para evitar ambigüedades, el psicólogo Stevan Harnad sugiere hablar de sensibilidad (capacidad de sentir) cuando sea lo más apropiado. La terminología importa: si una palabra quiere decir mil cosas, confunde más que aclara. En la práctica, muchos protocolos empíricos definen indicadores conductuales y neurofisiológicos medibles —del reconocimiento en espejo a la planificación—, y extraen conclusiones cautelosas sobre la base de esos datos.

Quienes piden exigencia metodológica —como la conductista Monique Udell— no niegan la conciencia animal, sino que reclaman medidas operativas de comportamientos comparables entre especies. El sano escepticismo no es un freno, sino un motor: la ciencia avanza con hipótesis claras, pruebas repetibles y revisión crítica.

Al mismo tiempo, voces como la de Jonathan Birch invitan a abandonar la imagen de una escala con los humanos arriba. Nadie es “más consciente” de forma global: tenemos perfiles distintos, con capacidades que no se solapan perfectamente. Un perro carece de ciertas habilidades simbólicas, pero quizá supera a un humano en integración olfativa o lectura emocional inmediata.

Implicaciones éticas y prácticas: de la mesa al laboratorio

Si aceptamos que hay, al menos, una posibilidad realista de conciencia en una amplia gama de animales, el mínimo ético es no desentenderse. La precaución pide revisar cómo criamos, pescamos, transportamos, sacrificamos o experimentamos con ellos. No todo se resuelve con mejores jaulas o anestesias: en algunos casos, la solución será dejar de usar determinadas prácticas o productos.

Esta no es solo una cuestión de compasión privada. Es un asunto de políticas públicas, regulación y responsabilidad colectiva. La evidencia debe informar normas, y las normas deben ser exigibles. Aun sin certeza absoluta (la certeza casi nunca existe en ciencia), podemos y debemos reducir riesgos de sufrimiento de manera significativa.

También conviene cuestionar contradicciones sociales. A perros y gatos les atribuimos estados internos con facilidad, mientras que a vacas o pollos los reducimos a proteína. Conocer cómo son en realidad las granjas modernas —sin postal bucólica— ayuda a pensar con serenidad si nuestras elecciones están alineadas con lo que ahora sabemos o, al menos, sospechamos con buen fundamento.

En paralelo, la investigación debe diversificarse. Estudiar solo humanos y monos sesga el mapa: pulpos, serpientes, abejas o moscas pueden enseñarnos formas más básicas, pero genuinas, de conciencia. Entender esas formas mínimas es clave para reconstruir la evolución del fenómeno y para diseñar políticas sensatas según cada caso.

Por último, las decisiones personales cuentan. Desde qué comemos hasta qué espectáculos financiamos o qué productos compramos, hay margen para elegir mejor cada día. No resolverá todo, pero forma parte del mismo cambio de mentalidad que está desplazando a los humanos del centro moral del universo por segunda vez.

Mirando el conjunto —la historia de las ideas, los datos conductuales y neurobiológicos, y los consensos internacionales recientes— se dibuja una imagen coherente: distintos animales poseen perfiles de conciencia variados, a menudo sorprendentes, y esa constatación demanda ajustar nuestros criterios éticos, nuestras leyes y nuestras prácticas. Admitirlo no nos rebaja; nos hace más responsables con el resto de seres con quienes compartimos planeta.

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