- Los deberes son responsabilidad de los hijos; las familias acompañan sin sustituir.
- En Infantil prima el juego; en Primaria se entrena la organización y la agenda.
- Evitar errores habituales (sobreayuda, regañinas, caos) mejora el clima de estudio.
- La ley fija derechos y deberes de familias e hijos y la responsabilidad derivada.
En muchísimos hogares, el momento de las tareas escolares se ha convertido en un campo de minas. Entre quienes defienden que los ejercicios en casa consolidan aprendizajes y quienes piden reducirlos, la pregunta que de verdad pesa a diario es otra: ¿de quién es la responsabilidad de los deberes, de los hijos o de los padres? El debate no es menor, porque de esa respuesta dependen la autonomía del alumnado, el clima familiar y hasta la relación con el centro educativo.
La evidencia que aportan escuelas, familias y profesionales es consistente: las tareas son responsabilidad de niños y niñas, y el papel adulto debe enfocarse en ofrecer contexto, organización y apoyo emocional, sin asumir ni sustituir su trabajo. Esta diferencia —aparentemente sutil— cambia por completo la dinámica en casa y en el aula, y evita algo clave: que el menor sienta que solo es capaz si su madre o su padre se sienta a su lado todo el tiempo.
¿De quién son realmente los deberes?
La postura más extendida en la literatura educativa actual sostiene que los deberes pertenecen al alumno: hijos e hijas son los titulares de esa responsabilidad. A los adultos nos corresponde acompañar, vigilar el cumplimiento razonable, resolver dudas puntuales y, sobre todo, no interferir en su propio proceso de ensayo y error. “Ponerse el chándal del entrenador” —organizar y asesorar para mejorar el rendimiento sin correr por el jugador— es una metáfora muy útil para entender el rol de las familias.
Este enfoque contrasta con una realidad medible. Según una encuesta de hábitos de estudio en España, un 80% del alumnado de Primaria y un 45% de Secundaria recibe ayuda en casa. La mayor cualificación de las familias y la mejor conciliación han empujado a muchos hogares a involucrarse más. Pero esa buena intención tiene una cara B: la relación padre-hijo puede “escolarizarse”, todo gira en torno a notas y tareas y quedan arrinconados valores, juego y responsabilidad propia.
Un punto irrenunciable: no hacer los deberes por ellos. Corregirles exhaustivamente tampoco es el objetivo. Lo importante es que prueben, se equivoquen, aprendan dónde fallan y lleven a clase ese aprendizaje para que el docente pueda intervenir. La sobreayuda genera dependencia y consolida el mensaje implícito de “tú solo no puedes”.
Infantil: juego, desarrollo y cero prisas con las fichas
En Educación Infantil la prioridad es otra: no hacen falta deberes. La etapa es oro para aprender jugando, porque el juego activa procesos cognitivos esenciales (atención, memoria, coordinación, destrezas finas, velocidad de procesamiento) y, además, la emoción positiva fija mejor el aprendizaje. Nada como el parque, los juegos tradicionales y el juego libre para que maduren bases que sostendrán su éxito posterior.
El juego libre y sin pantallas es un gimnasio para las funciones ejecutivas: esas capacidades que permiten anticipar, planificar, inhibir impulsos, mantener la meta en mente y ajustar la conducta para lograrla. Quien sabe decidir, organizar y perseverar desde pequeño, tendrá más fácil el estudio autónomo cuando lleguen las tareas de verdad.
Para exprimir el potencial del juego, conviene procurar variedad: con otros niños (negociar a qué jugar, respetar reglas, resolver conflictos), en familia (mejora la comunicación y nutre la confianza para que compartan preocupaciones) y en solitario (aprenden a entretenerse, ganan seguridad y practican autorregulación). Nada de listas interminables de extraescolares: menos es más a estas edades.
Primaria: empiezan las tareas y la organización
Con la Primaria llegan los primeros deberes y con ellos, la ocasión perfecta para modelar autonomía: que sean ellos quienes sepan qué hay que hacer. En ese sentido, cuidado con los grupos de WhatsApp de familias que sustituyen al alumno a la hora de enterarse de la tarea: si perciben que no necesitan registrar sus pendientes porque un adulto lo pregunta por ellos, se diluye su responsabilidad.
La herramienta clave para ordenar su día a día es la agenda. La memoria de trabajo es limitada (más aún en la infancia), así que un soporte externo libera carga mental, evita olvidos y entrena planificación. La agenda no es un adorno; es un hábito de vida.
Cómo usar la agenda con cabeza
- Cuidar el soporte: sin hojas arrancadas, garabatos ni manchas. La estética también educa en orden.
- Escribir legible y limpio, de forma que cualquiera entienda lo apuntado. Si no se lee, no existe.
- Anotar todo lo relevante: exámenes, excursiones, citas médicas, cumpleaños, reuniones… que no se escape nada.
- Registrar cada cosa en su fecha real, no el día que alguien lo dijo. El calendario manda.
- Planificar la víspera: si el 11 hay salida, el 10 se apunta “preparar mochila, agua y bocadillo”; si el 10 hay prueba de Plástica, el 9 se anota “revisar material: regla, escuadra, cartabón, transportador, compás, rotuladores técnicos…”.
- Anotar tareas y contenidos de exámenes por asignatura. Confiar en la memoria es la receta para olvidar.
- Usar un código de colores: por ejemplo, exámenes en rojo, salidas en verde, deberes en azul.
- Contrastar con un compañero para comprobar que no falta nada.
- Marcar con un tic lo completado para ver el avance y motivarse con cada hito.
Diez errores habituales de las familias con los deberes (y alternativas)
Las tardes pueden complicarse por inercias que no ayudan. Repasemos diez fallos frecuentes y qué hacer en su lugar para que la rutina funcione mejor.
- Hacer tareas en cualquier parte (cocina con ruido, salón con la tele). Alternativa: darles un lugar fijo y tranquilo, mejor si es su rincón de estudio, y evitar distracciones.
- Quejarse de la cantidad o del tipo de deberes. Alternativa: aceptar lo que toca en casa y, si es excesivo, hablar con el centro; en el hogar, se respeta lo acordado por el docente.
- Hacer nosotros los ejercicios. Alternativa: ni los hacemos ni los perfeccionamos; que prueben, se equivoquen y lleven dudas. Sí conviene revisar que hayan corregido en clase.
- Ver los deberes solo como contenido nuevo. Alternativa: entenderlos como refuerzo y práctica autónoma. Mejor guiar hacia dónde encontrar la respuesta (libros, apuntes, recursos) que darla hecha.
- Montar la “regañina diaria”. Alternativa: clima sereno y, ante dificultades, recogerlas para consultarlas después con el profesorado.
- Ignorar su necesidad de presencia. Alternativa: dejar el móvil y estar disponibles cuando reclamen atención.
- Control absoluto y examen constante. Alternativa: si piden que les tomemos la lección, bien; si genera tensión, confiar en su responsabilidad y verbalizar esa confianza.
- Evitar el diálogo escuela-familia. Alternativa: colaboración fluida con docentes y pedir apoyos extra si hacen falta.
- Acumular extraescolares y llegar agotados. Alternativa: ajustar actividades a sus intereses y dejar tardes libres para jugar y estudiar sin prisa.
- Funcionamiento anárquico. Alternativa: rutina regular (mismo horario y lugar, móvil fuera) para entrenar autodisciplina.
Organizar el tiempo: descansos, orden y realismo
Conviene fijar un inicio y fin aproximados para las tareas; poner un reloj en la mesa ayuda a visualizar el tiempo. La atención sostenida tiene límites: en la infancia raramente se mantiene intacta más de 40 minutos.
Entre bloques conviene pausas breves de 10-15 minutos, especialmente cuando pasan de una actividad exigente a otra. Es preferible que las pausas sean realmente reparadoras (estirarse, agua, un poco de movimiento) y no pantallas.
El orden de las tareas importa. Suele funcionar empezar por algo corto y asumible, abordar luego lo más costoso y dejar para el final lo más agradable o sencillo. Alrededor de los 30 minutos se alcanza a menudo el pico de rendimiento; a la hora y media empieza a caer.
Los tiempos orientativos por edad son una buena brújula (siempre ajustando a cada caso): más pequeños, 15 minutos de lectura o cálculo; 6-8 años, 30-40 minutos; 8-10 años, cerca de una hora; desde 10-12 años, entre 60 y 90 minutos; Bachillerato, 2 a 3 horas repartidas con descansos.
WhatsApp de familias: autonomía, escuela y límites
Una escena cotidiana: ante la duda de un niño sobre qué hay de tarea, el adulto pregunta en el grupo de padres. Resultado: el menor aprende que no hace falta que él lo gestione. Y si al día siguiente va sin esas tres restas y tres divisiones, vivirá la consecuencia natural, ganando autonomía y memoria de futuro.
Además, etiquetar con frases como “ya sabéis cómo es” daña su autoestima y su autoconcepto. Tildarle de despistado o desastre asienta una profecía autocumplida que pesa en su manera de afrontar la escuela.
También hay un impacto en el aula. Si la familia “resuelve” fuera sin que el docente lo sepa, se pierde información valiosa para evaluar la autonomía y madurez del alumno. No es solo hacer cuentas; es aprender a hacerse cargo de su proceso.
Otro clásico: “hazlo como se hacía antes, que es más fácil”. En matemáticas, por ejemplo, restar “pidiendo” es el final de un recorrido didáctico que pasa por manipular, representar y simbolizar, como explican las fases de aprendizaje formuladas por Jerome Bruner. Interferir en ese itinerario desorienta al niño y dificulta la coherencia metodológica.
La alternativa está clara: acompañar en lugar de sustituir. Mejor “enséñame cómo lo hacéis” que “hazlo como yo digo”. Si algo no se comprende, se coordina con el profesorado, sin suplantar su trabajo ni la responsabilidad del alumnado.
Implicación familiar sí, pero sin generar dependencia
Involucrarse no significa sentarse cada tarde a hacer los ejercicios con ellos. Hacerlo de forma sistemática refuerza la idea de que sin nosotros no pueden. La ayuda eficaz es intermitente, calibrada y con salida: organizar, sugerir estrategias y retirar las “ruedas de apoyo” en cuanto sea posible.
Hay además un factor de equidad. El origen social y cultural pesa en el rendimiento. Familias con alta formación pueden acompañar durante más cursos, y quienes tienen recursos económicos acceden a clases particulares o academias. Si la carga de instrucción se traslada al hogar, amplificamos desigualdades. Por eso, muchos especialistas sugeren que la mayor parte de la práctica guiada se haga en la escuela, con supervisión docente, y que lo que vaya a casa sea ajustado e individualizado (por ejemplo, reforzar lectura si ahí está la dificultad).
Consejos prácticos para un clima de estudio más sano
Pequeños ajustes cambian por completo la experiencia del estudio en casa. Estas pautas, sencillas pero potentes, rebajan la tensión y devuelven a los niños el control sobre lo que sí pueden hacer.
- Estructurar rutinas: construir horarios que respeten su biorritmo y necesidades.
- Pausas con sentido: intercalar descansos breves y agradables entre tareas exigentes.
- Un espacio acordado: elegir y mantener un lugar para trabajar, ordenado y con lo necesario.
- Hábito, no castigo: presentar los deberes como parte normal del día, sin dramatismos.
- Menos presión: dar tiempo para pensar y organizarse antes de intervenir.
- No corregirlo todo: valorar contenido y esfuerzo y dejar que el error enseñe.
- Interés genuino: preguntar por lo que han hecho y por lo que han pensado al hacerlo.
- Cuidar lo emocional: escuchar sus frustraciones y alegrías, sin minimizarlas.
Derechos y deberes legales de familias e hijos
En paralelo, existen deberes de las familias como primeras responsables: asegurar que sus hijos cursen las enseñanzas obligatorias y asistan con regularidad; proporcionar, dentro de sus posibilidades, recursos y condiciones para el progreso escolar; estimular la realización de las actividades de estudio encomendadas; participar activamente en los compromisos educativos del centro; conocer, apoyar y seguir la evolución educativa en colaboración con el profesorado; respetar y hacer respetar las normas del centro y la autoridad del profesorado; y fomentar el respeto a toda la comunidad educativa. Además, las Administraciones deben facilitar el derecho de asociación de las familias y su federación.
El Código Civil también contempla obligaciones de los hijos hacia los progenitores: obedecer mientras dure la patria potestad y guardar respeto siempre, incluso después, sin que ello suponga sumisión incondicional. Asimismo, mientras convivan en el hogar, deben contribuir de manera equitativa y según sus posibilidades a las cargas familiares.
Respecto a la responsabilidad por actos de los menores, los progenitores y, en su caso, los tutores responden de los daños causados por los hijos bajo su patria potestad, en virtud del deber de vigilancia. Esta responsabilidad cesa si prueban que actuaron con la diligencia propia de un buen padre o madre de familia para evitar el daño. Si media un delito, la ley prevé que la responsabilidad civil recaiga sobre los bienes de los padres, con un plazo de prescripción para las acciones de responsabilidad civil que, en el marco general citado, se fija en 15 años.
En este marco, cobra sentido lo ya señalado: la familia acompaña y sostiene, pero no asume el lugar del alumno ni el del docente. La escuela evalúa, guía y corrige; el hogar facilita condiciones, hábitos y valores.
Para ir un paso más allá, muchas escuelas impulsan que, cuando haya tareas para casa, sean ajustadas al perfil de cada alumno (por ejemplo, más lectura para quien lo necesita o práctica específica en matemáticas) y no un bloque homogéneo para todos. Ese camino reduce tensiones y hace que cada minuto de deberes tenga sentido.
Permitir que los deberes sean una oportunidad para desarrollar autonomía y responsabilidad, bajar la presión innecesaria y centrar el foco en el proceso, no en el resultado perfecto, repercute en un clima familiar más amable. Se trata de que el estudio conviva con el juego, el diálogo y la vida compartida, y de que cada cual —alumno, familia y escuela— ocupe el papel que le corresponde.


