- Recuperar el centro del aula: enseñar y aprender con lenguaje pedagógico claro y tiempo para el saber compartido.
- Evitar desplazamientos que erosionan lo público: jerga ajena, obsesión por resultados y mantras sin debate.
- Personalización con método: docente guía, alumno agente, acción, proyectos y tecnología al servicio del aprendizaje.
En un contexto escolar que parece funcionar a toda velocidad, con presión por enseñar “más rápido” y por mostrar evidencias inmediatas, la discusión sobre qué debe sostener una escuela de calidad vuelve a primer plano. Cada vez que el sistema educativo se acelera, perdemos de vista cuestiones esenciales: qué pasa realmente cuando alguien enseña y alguien aprende, y cómo cuidamos ese núcleo del acto pedagógico.
Por eso, diferentes voces del ámbito académico y profesional están proponiendo una pausa crítica, una invitación a mirar con lupa lo que sucede en el aula. La idea de poner el foco en el acto educativo no es frenar el avance, sino afinar la mirada: recuperar lenguaje, tiempos y vínculos que hacen que la experiencia de aprender tenga sentido, a la vez que incorporamos enfoques actuales como la personalización y metodologías basadas en la acción.
¿Qué significa poner el foco en el acto educativo?
Centrarse en el acto educativo implica desplazar la atención desde indicadores externos hacia la trama viva de enseñar y aprender. Supone preguntarse por la relación entre docentes, estudiantes y saberes, por los tiempos y el clima que permiten que el conocimiento circule y se comparta, y por el modo en que el lenguaje pedagógico ayuda a nombrar lo que ocurre en clase.
Una preocupación recurrente es que, en los debates recientes, las lógicas técnicas, psicológicas o económicas han ganado terreno frente a un vocabulario pedagógico sustantivo. Esa sustitución empobrece la reflexión sobre la enseñanza, porque si solo hablamos en clave de indicadores o de procesos ajenos a la didáctica, dejamos de pensar la educación desde su propio centro.
Volver la mirada al aula significa atender lo concreto: qué hace el profesor cuando explica, acompaña, corrige, anima; y qué hace el alumno cuando escucha, pregunta, prueba, se equivoca y vuelve a intentar. Ese “minuto a minuto” es el corazón del sistema, y sin embargo suele quedar desenfocado por agendas que priorizan urgencias externas.
La propuesta no es nostálgica ni reaccionaria: no se trata de volver atrás, sino de cuidar aquello que sostiene el sentido educativo para que lo nuevo no arrase con lo valioso. Mirar el acto educativo de cerca nos ayuda a decidir qué conservar, qué ajustar y qué innovar, con criterio.
Tres desplazamientos que desdibujan la escuela pública
Un diagnóstico extendido señala tres movimientos que, combinados, alejan a la escuela de su función pública. Entenderlos permite corregir el rumbo y devolver centralidad a la enseñanza y al saber compartido.
- Pérdida de un vocabulario pedagógico fuerte: términos como enseñanza, transmisión, autoridad o contenido han sido sustituidos con frecuencia por jerga gerencial o psicologicista. Ese cambio de lenguaje dificulta pensar pedagógicamente el aula.
- Alienación del trabajo docente: al quedar atrapado en lógicas de estandarización, resultados y rendición de cuentas, el oficio se desfigura y se empobrece la autonomía profesional.
- Privatización de bienes escolares: ciertos imperativos culturales entran en la vida de los centros como mantras, sin debate previo, desplazando la atención de la enseñanza hacia enfoques centrados solo en emociones, identidades o indicadores.
El resultado conjunto es un corrimiento del foco: se deja de mirar el saber que se comparte y cómo se enseña para fijarse únicamente en métricas o modas. Y eso erosiona la función pública de la escuela, entendida no solo como financiación y control democrático, sino como la convicción de ser un bien común que redistribuye conocimiento y garantiza escolarización de calidad para todos. Cuando falla este tercer pilar —aunque estén los otros dos—, la escuela deja de ser plenamente pública.
Conservar la educación: una defensa actual, no nostálgica
Conservar, en este contexto, significa sostener lo que permite que la experiencia educativa sea significativa. Se trata de preservar valores, tiempos y vínculos que hacen posible aprender de verdad, abriendo espacio para que cada persona se apropie del conocimiento y encuentre su lugar en la cultura compartida.
Esta defensa serena de la escuela no está reñida con la innovación ni con la actualización metodológica. Al contrario, pide una restauración pedagógica que recupere de la tradición recursos de saber, relación, experiencia y palabra todavía fecundos, para ponerlos en diálogo con prácticas contemporáneas como el trabajo por proyectos o la personalización.
El mensaje interpela a una audiencia amplia: docentes, equipos directivos, familias y cualquier persona que siente la educación como compromiso ético y cultural. A veces, la mejor manera de avanzar es detenerse un momento para proteger lo esencial antes de dar el siguiente paso.
Datos de la obra citada que enmarca esta mirada: título “Conservar la educación”; autora Bianca Thoilliez; ISBN 978-84-1339-246-2; editorial Ediciones Encuentro; idioma español; 168 páginas; publicación junio de 2025; web bthoilliez.wordpress.com. Fuente: educational EVIDENCE. Derechos: Creative Commons.
La autora: perfil y recorrido
Bianca Thoilliez es profesora titular de Teoría e Historia de la Educación en la Universidad Autónoma de Madrid. Ha investigado como visitante en el Institute of Education de la University of London y en la Pennsylvania State University, y ha publicado alrededor de un centenar de artículos en revistas académicas de referencia.
Además, ha firmado capítulos en obras colectivas, traducido textos y ofrecido conferencias en ámbitos nacionales e internacionales. Su línea de trabajo cruza filosofía y teoría de la educación con el análisis de políticas educativas y la ética profesional docente, y también ha colaborado en prensa generalista como el diario ABC.
Del alumno agente a la personalización con sentido
En paralelo a la defensa del acto educativo, es clave reconocer el cambio en la naturaleza del aprendizaje. Durante décadas bastaba “saber cosas”; hoy el listón está en lo que somos capaces de hacer con lo que sabemos. Eso no elimina la memoria —sigue siendo base de cualquier operación intelectual compleja—, pero sí exige poner en juego competencias para aplicar, integrar y transferir conocimiento.
Esta perspectiva reubica el papel del docente y del estudiante. El profesor asume una función de guía y asesoramiento fundamental, aunque menos protagonista, mientras el alumno pasa de espectador a agente de su aprendizaje. Para que esto ocurra, la enseñanza ha de basarse en la acción: proyectos, resolución de problemas, investigación, creación.
En ese marco, cobran peso el pensamiento crítico, la capacidad para afrontar problemas abiertos y el trabajo interdisciplinar, sin perder de vista que habrá empleos futuros aún inexistentes para los que estamos formando hoy. De aquí se deriva una formación transversal, con dosis de innovación y creatividad, y una atención sostenida a las necesidades, carencias, fortalezas e intereses de cada estudiante.
Cuando el contenido conecta con lo que interesa al alumno, la motivación sube. El aula deja de ser únicamente el lugar donde se toman apuntes para convertirse en un espacio de acción guiada: se explica, sí, pero también se experimenta, se construyen productos y se comparten resultados con audiencias reales.
Estrategias y herramientas para ajustar la enseñanza
Personalizar no es “hacer un traje a medida” imposible, sino combinar un tronco común sólido con vías de ampliación que permitan a cada quien ir más allá del currículo regular. Para lograrlo, conviene evaluar de manera proactiva capacidades, competencias y áreas de interés, y ajustar el itinerario de forma flexible.
Esto exige una escuela menos compartimentada por grados y más fluida, con currículos que permitan progresiones continuas y donde las metodologías activas tengan presencia real. El foco se sitúa en el aprendizaje —no solo en la enseñanza— y, con una orientación más inductiva, se invita al alumno a seleccionar información y usarla en proyectos concretos.
Entre las estrategias prácticas destaca conocer qué estimula a los estudiantes y qué temas les mueven. A partir de ahí se pueden formar grupos por interés, diseñar proyectos que integren varias disciplinas y dar margen para que el alumnado elija un tema y lo desarrolle con la guía del profesor.
Un ejemplo es la plataforma Renzulli Learning, impulsada desde UNIR para enriquecer la personalización en tres niveles. Primero, ofrecer oportunidades más allá del currículo a todo el alumnado; segundo, promover grupos específicos por intereses; y tercero, abordar problemas auténticos con procedimientos profesionales y dirigir los resultados a audiencias reales.
La herramienta incluye un “perfilador” inicial con cuestionarios para detectar áreas de interés, preferencias de aprendizaje y modos de presentación. Una vez generado el perfil, el sistema pone a disposición una base de datos con más de 50.000 recursos y utilidades para avanzar en proyectos dentro de un entorno seguro y ajustado a cada estudiante.
Material complementario y presencia pública
Para quien desee profundizar, existe material adicional centrado precisamente en “la enseñanza y el aprendizaje en el foco de los procesos”. Se puede acceder a un documento descargable a través de este enlace: Descargar PDF.
Parte de la conversación pública sobre educación también circula por redes sociales. En plataformas como X (antes Twitter), el acceso puede requerir habilitar JavaScript y ajustarse a sus políticas, tal y como indican su Centro de ayuda y términos de servicio. Es otro recordatorio de que la discusión educativa se desenvuelve en múltiples foros, no solo académicos.
¿Qué escuela pública necesitamos hoy?
Una escuela verdaderamente pública es aquella que, además de estar sostenida con recursos colectivos y sujeta a control democrático, mantiene la convicción de ser un bien común al servicio de todos. Eso implica redistribuir conocimiento acumulado entre generaciones y garantizar oportunidades de calidad sin exclusiones.
Recuperar el foco en el acto de enseñar y aprender va de la mano de esa misión. La escuela no debería reducirse a entrenar habilidades o calibrar competencias; es también el lugar donde lo recibido se cuida y se entrega a quienes llegan por primera vez. En ese traspaso de herencias culturales y saberes, el docente ejerce una autoridad profesional que guía sin imponer y el alumno explora con apoyo, lejos del mito de que aprender sucede “solo” por autonomía espontánea.
Como advierte la reflexión pedagógica reciente, la idea del “alumno completamente autónomo” funciona más como mito que como realidad, del mismo modo que la “autocorrección” automática en educación básica. Es sugestiva, se propaga con rapidez, pero no describe cómo se aprende de verdad: con acompañamiento, andamiaje y tiempos bien cuidados.
Quien observe con atención verá que no hay contradicción entre conservar y transformar: conservar es elegir lo que merece permanecer para poder innovar con sentido. Si el lenguaje pedagógico recupera su precisión, el trabajo docente su dignidad y la escuela su condición de bien común, habrá espacio para personalizar, evaluar mejor y enseñar con métodos activos sin perder de vista lo central: lo que pasa cuando alguien enseña y alguien aprende.

