Orígenes de la alimentación humana: un viaje desde el fuego hasta la era de los ultraprocesados

Última actualización: 8 noviembre 2025
  • De cazadores-recolectores a agricultores: el fuego, los cereales integrales y la fermentación transformaron la dieta y la sociedad, con carencias al instaurarse monocultivos.
  • Las grandes civilizaciones y la Edad Media fijaron patrones culturales y sociales del comer (pan, vino, aceite; carne según estatus) con desigualdades y crisis periódicas.
  • Edad Moderna e Industrial: azúcar y harinas blancas masivas, nuevas plantas, métodos de conservación y ciencia de los nutrientes redibujaron riesgos metabólicos.
  • Contemporaneidad: menos gasto energético, auge de ultraprocesados y guías saludables; irrumpen microbioma, nutrigenómica, GLP-1 y comida “completa”.

ilustracion sobre los origenes de la alimentacion humana

Desde que nuestra especie pisa la Tierra, comer no ha sido solo una necesidad biológica: ha sido motor de cambios sociales, culturales y tecnológicos. A grandes rasgos, pasamos de recolectar y cazar a sembrar y criar animales, de cocinar al fuego a industrializar los alimentos y, hoy, a cuestionar qué y cómo comemos.

En ese camino, el entorno, la economía, la religión y la ciencia marcaron el menú de cada época. De las primeras papillas de granos a los panes refinados, de las sopas medievales a los ultraprocesados y los sustitutivos completos en polvo, nuestra alimentación refleja quiénes éramos, quiénes somos y hacia dónde vamos.

Los comienzos: homínidos, recolección, caza y el fuego

Mucho antes de cultivar, nuestros ancestros se adaptaban a lo que el entorno ofrecía: frutos silvestres, raíces, semillas, hojas, brotes, insectos, larvas, moluscos, peces, huevos y carroña cuando tocaba. El gasto energético diario era elevadísimo y la dieta, rica en proteínas y grasas animales con carbohidratos de índice glucémico bajo, aportados por bayas, tubérculos y granos silvestres ocasionales.

El punto de inflexión llegó cuando se dominó el fuego, hace en torno a 800.000 años. Cocinar ablandó los alimentos, eliminó toxinas, mejoró el sabor y aumentó la disponibilidad de nutrientes en vegetales y carnes, además de prolongar la conservación. Este avance facilitó cambios anatómicos y sociales, y se asocia al desarrollo cerebral dentro del complejo proceso de hominización.

evolucion de la alimentacion humana a lo largo del tiempo

La revolución neolítica: agricultura, ganadería y sus consecuencias

Entre 8.000 y 1.000 a. C., la humanidad dio el salto al sedentarismo con la agricultura y la domesticación animal, primero en el Creciente Fértil con trigo, cebada, legumbres e higueras, y después en otros lugares. Los cereales integrales se convirtieron en la base energética (trigo en Europa, arroz en Asia, maíz en América), complementados por legumbres, verduras, frutas estacionales, leche, carne y pescado.

Todo avance trae su precio. La diversidad del cazador-recolector se estrechó y aparecieron dietas monótonas y carencias: escorbuto (vitamina C), anemia ferropénica y bocio (yodo). Las cosechas dependían del clima y los conflictos, con hambrunas periódicas. También comenzó la transformación de alimentos: fermentaciones como lácteos o cerveza son ejemplos tempranos de tecnología culinaria.

Grandes civilizaciones: ideología, clase social y comida

Egipto

En el valle del Nilo hubo una notable variedad agraria: cebollas, puerros, lechugas y ajos; legumbres como garbanzos y lentejas; cría de cerdos, reses y corderos; y una especial predilección por aves silvestres y de corral. Sin embargo, la dieta no era igual para todos: los privilegiados accedían a más carne, mientras que el pueblo comía mayormente cereales y legumbres.

La arqueología y el análisis de momias muestran caries, desgaste dental, arteriosclerosis y patología cardiovascular, e incluso evidencias de obesidad en ciertos grupos. La esperanza de vida era baja y, aunque el repertorio culinario parecía equilibrado, las desigualdades marcaban la salud.

Grecia

El mundo helénico elevó a símbolos civilizados el pan de trigo, el vino y el aceite de oliva. La ideología situaba la agricultura por encima de la caza y la ganadería extensiva; transformar la naturaleza era señal de refinamiento. En la práctica, el consumo de carne era escaso (salvo en ciertos contextos, como el soldado), mientras el pescado y los mariscos estaban presentes por tradición mediterránea. La proteína total rondaba niveles modestos, lo que ayuda a entender el interés médico por el cuerpo y la dieta, con Hipócrates como referente de la dieta equilibrada.

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Roma

El legado itálico incorporó carne de cerdo a la mesa con mayor énfasis, pero el pan de trigo siguió siendo el alimento simbólico por excelencia, especialmente para el legionario. Olivas, cebollas, higos y aceite completaban la ración habitual. Paradójicamente, abundan crónicas que presentan al soldado como corpulento y poco móvil, señal de una dieta calórica y no siempre óptima en nutrientes.

Entre campesinos, el trigo distinguía estatus, pero a la vez era herramienta política: su reparto calmaba crisis y evitaba motines. Pese a una proteína animal algo mayor que en Grecia, la alimentación de ciertos colectivos (como las tropas) pudo ser deficitaria, un factor más en un imperio con numerosos frentes abiertos.

Mundo islámico medieval

La religión marcaba el plato: normas halal, sacrificio ritual y prohibiciones. Predominaban cereales, legumbres, hortalizas, frutos secos y carne de cordero o pollo; el pescado era menor salvo en regiones costeras, y la miel y los dátiles endulzaban. Filósofos médicos como Avicena describieron propiedades de alimentos y su impacto en el cuerpo.

Extremo Oriente: medicina y dieta

Textos como el Huangdi Neijing y la tradición ayurvédica entendían la dieta en relación con el equilibrio del organismo y el cosmos. Se clasificaban alimentos por sabores, cualidades y efectos térmicos; la preparación y el cocinado se consideraban herramientas terapéuticas. En Ayurveda, se propone una alimentación con los seis sabores, fresca y de temporada, como base de salud.

Edad Media: de la diversidad al estímulo demográfico

En la Alta Edad Media prosperó un sistema agro-silvo-pastoral que combinaba agricultura (cereales “menores” como cebada, mijo, centeno, escanda o sorgo), leguminosas (habas, alubias, arvejas, garbanzos), huertos libres de impuestos y un aporte notable de proteína animal de carne, aves, huevos, leche y pescado.

Los estudios osteoarqueológicos describen crecimientos adecuados, composición ósea aceptable y menor desgaste dental cuando la molienda no era excesivamente grosera. Sin lujos, pero sin hambrunas catastróficas frecuentes, el equilibrio cuantitativo y cualitativo fue, en general, razonable.

Desde el siglo XI, el aumento poblacional y el mercado tensionaron el modelo. Se roturaron bosques, se priorizaron cereales almacenables y la carne se fue restringiendo a clases altas y a zonas urbanas con mejor abastecimiento. La Peste Negra frenó la presión por un tiempo, pero la brecha social alimentaria se consolidó.

La oposición urbano/rural se hizo visible: pan blanco en ciudades frente a pan negro en el campo; carne fresca citadina versus salazón campesina. Además, en el norte europeo se asentó el uso de grasas animales, mientras el sur mediterráneo perpetuaba el aceite de oliva, bases culinarias que aún nos diferencian.

Edad Moderna: globalización temprana, nuevas plantas y carencias

El crecimiento demográfico en los siglos XVI-XVIII empujó a intensificar la agricultura de cereales y redujo el espacio para ganadería, caza y recolección. La carne se encareció y disminuyó su consumo, sobre todo en las ciudades, con datos elocuentes en Nápoles, Berlín o regiones francesas.

Las crisis cerealeras por malas cosechas castigaron con dureza a las clases populares, mientras zonas de montaña con dietas más variadas resistían mejor. Se registran descensos de talla en ejércitos y población urbana en el siglo XVIII, indicadores indirectos de peor nutrición y mayor estrés fisiológico.

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Se buscaron sustitutos del trigo: la patata, defendida por Parmentier, tardó en normalizarse al considerarse «comida de animales». El maíz reemplazó papillas de cebada o mijo en partes de Italia y el suroeste francés, pero emergió la pelagra por carencia de niacina en dietas muy dependientes del maíz. Tomates, pimientos, cacao, pavos o judías mexicanas se incorporaron con lentitud al recetario europeo.

La ciencia aceleró: Lavoisier desentrañó y la respiración, y el frío empezó a usarse para conservar. La estandarización de panes y harinas creció con mejores molinos; y en 1870, el molino de cilindros refinó de verdad el trigo, abaratando la harina blanca para todos. El refinado eliminó fibra, vitaminas del grupo B, ácidos grasos esenciales y parte de las proteínas, dejando mayoritariamente almidón.

Otro cambio colosal fue el del azúcar. Mientras dependió de la caña fue un lujo (unos 800 g por persona a principios del XIX en Francia). La azucarera de remolacha disparó su accesibilidad: 8 kg/año hacia 1880; 17 kg en 1900; 30 kg en 1930; cerca de 40 kg en 1960 en Francia, con variaciones por país. Su combinación con harinas blancas y patatas elevó la carga glucémica y el hiperinsulinismo, un caldo de cultivo metabólico desfavorable para obesidad, diabetes y enfermedades cardiovasculares.

Del siglo XIX al XX: nutrientes, conservación e industria

El siglo XIX identificó y caracterizó proteínas, grasas e hidratos de carbono, aparecieron las vitaminas y se describieron enfermedades carenciales como escorbuto, beri-beri y pelagra con sus prevenciones. Ya en el XX, la nutrición se consolidó como ciencia transversal a la medicina, bioquímica y fisiología.

A la par, se popularizaron métodos de seguridad alimentaria como pasteurización y esterilización, y avanzaron la conserva y el ultracongelado. La industria pasó de lo artesanal a la producción en masa de harinas, aceites, mermeladas, mantequillas y quesos, facilitando disponibilidad y reduciendo intoxicaciones, pero también abriendo la puerta a productos cada vez más procesados.

La mecanización del trabajo redujo el gasto energético diario, y con la oferta superabundante de alimentos se desplazaron las preocupaciones: de la escasez y dietas monótonas del pasado a los problemas por exceso. Desde 1975, la obesidad se ha triplicado en el mundo, según la OMS, que desde 1997 alerta de una auténtica pandemia de trastornos metabólicos en países que adoptan patrones de fast food y ultraprocesados.

Las guías de salud pública intentaron ordenar el mensaje con herramientas como la Pirámide de la Alimentación, el Plato Saludable de Harvard o la Rueda Alimenticia de la SEDCA, acercando criterios de equilibrio a la población. Aun así, el “potenciador del sabor” y la palatabilidad extrema han forzado nuestros circuitos de recompensa.

El pan, espejo de la historia

Probablemente, el primer pan nació de una papilla olvidada junto al hogar que se secó y apelmazó. Egipcios, griegos y celtíberos ya lo horneaban; en Roma, el pan blanco era el bien deseado y el integral (morado o “negro”) quedaba para esclavos y pobres. En la Edad Media, las ciudades elevaron al panadero a oficio esencial; el blanco era signo de prestigio.

A finales del XVIII, mejoró la molienda, bajó el precio y el pan blanco llegó a casi todos. Con el molino de cilindros, la harina se volvía realmente fina y blanca. Ya en el siglo XX, la ciencia difundió que lo más saludable es consumir el cereal completo (salvado, germen y endospermo), y acumuló evidencia que asocia el grano integral a beneficios cardiometabólicos mientras que altas ingestas de harinas refinadas y panes blancos se vinculan con mayor riesgo de obesidad y diabetes tipo 2.

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Edad contemporánea: ultraprocesados, ciencia y nuevas tendencias

En apenas un siglo el panorama se dio la vuelta. Menos inseguridad alimentaria, menos enfermedades carenciales; más productos procesados y ultraprocesados. En España, la cuota de ultraprocesados en la cesta pasó del 11% en 1990 al 24,6% en 2000 y al 31,7% en 2010. El problema ya no es llegar, sino pasarse.

La nutrición moderna explora campos como el microbioma intestinal y la nutrigenómica; estudia cómo patrones como la dieta mediterránea favorecen la salud; y relaciona el balance oxidativo con longevidad y telómeros. En paralelo, irrumpen tratamientos farmacológicos como análogos del receptor GLP-1 para el control del apetito y la obesidad.

En el mercado, han ganado tracción los alimentos “completos” listos para tomar (batidos, barritas o vasitos instantáneos) que prometen cubrir requerimientos de manera práctica, así como alternativas proteicas (insectos) o carne cultivada. La tecnología y la IA ya están cambiando cómo producimos, distribuimos y elegimos lo que comemos, con la sostenibilidad en el centro del debate.

Las generaciones más jóvenes, como la Z y la Alfa, se mueven entre la inmediatez y la salud. Flexivegetarianismo, prisa, desayunos que se saltan, comida rápida y delivery conviven con el interés por etiquetas, aditivos, huella ambiental y salud intestinal y cerebral. Su influencia en la compra familiar es notoria.

Religión, economía, ciencia y cultura: la dieta como espejo social

La alimentación no es neutra: las normas religiosas (p. ej., animales puros/impurùros en la tradición hebrea o las pautas halal), las desigualdades económicas (quien más tenía mejor comía), la ciencia (del metabolismo de Lavoisier al Plato de Harvard) y la cultura (del vino y el pan medievales al fast food global) dictan elecciones.

La modernidad trajo un déficit de esfuerzo físico por mecanización y un exceso de oferta, con dietas más ricas en proteínas y grasas y menos hidratos complejos que antaño. La comida, además, trasciende lo nutritivo: es ritual, identidad, ansiedad, recompensa. De ahí que coexistan trastornos del comportamiento alimentario y una epidemia de sobrepeso.

Mirado con lupa, el valor de un alimento no solo está en la etiqueta calórica, sino en su potencial metabólico: hay grasas que elevan el riesgo cardiovascular y otras, como el aceite de oliva, que lo mitigan; hay carbohidratos de respuesta glucémica alta que favorecen picos de insulina y otros que ayudan a modularla. Elegir bien el tipo, la matriz y el grado de procesado marca la diferencia.

Y todo esto no se entiende sin una cuña histórica: desde el Big Bang cultural de la hominización, donde crecieron los lóbulos frontales y se redujeron conductas instintivas, hasta hoy, donde la imagen corporal, la delgadez y la promesa de eterna juventud conviven con intereses comerciales y dietas milagreras amplificadas por redes.

El viaje alimentario humano muestra un hilo conductor claro: adaptación a los recursos, salto al sedentarismo, refinamiento tecnológico, ciencia de la nutrición e industria, con idas y vueltas según el contexto. Comprender ese hilo ayuda a situar nuestros desafíos actuales: comer variado, priorizar matrices poco procesadas, rescatar cereales integrales y legumbres, y modular el consumo de azúcar y harinas refinadas, sin perder de vista el placer, la cultura y la sostenibilidad.

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